Con Francisco
–siete años- y viendo Doraemon, el gato cósmico:
-Ese Nobita es
medio tonto-, le digo.
-¿Cómo va a ser
tonto si es un personaje de dibujos animados?, me dice.
Francisco, siete
años, acaba de derruir, incluso se diría que deconstruir, dos siglos largos de
teorías literarias y, para gran placer mío, pateado la psicocrítica, el estudio
de análisis de personajes y se ha ciscado en Barthes, Eco, Paul de Man, Wellek,
Hamburguer y toda la corte celestial de la crítica.
Y yo que me
alegro.
Y
luego me apresuro a devolver en secretaría algunas matrículas de honor
obtenidas en mi pasado, vinculadas en cierto modo a que Doraemon, incluso
Nobita, son personajes de dibujos animados y ni son listos ni bobos, ni sienten
ni padecen, ni han tenido infancias que los hayan marcado: son ficción,
monigotes, sí, monigotes, señores críticos. Y lo mismo ocurre con Fanboy y Chum
Chum, y con Raskolnikov y, ya que nos ponemos, con Holden Caulfield, el barón
de Charlus, Pascual Duarte, Kafka Tamura, y Josef K., el Caballero del verde Gabán
y el coronel Aureliano Buendía.