*Esta columna apareció en achtungmag.com:
http://www.achtungmag.com/literatura-la-bandera-de-robinson-colocada-en-el-punto-mas-alto-de-la-isla/
El pasado miércoles día 14 tuve la fortuna de poder presentar, en la librería de La Central de Madrid, mi ensayo Ismaíl Kadaré: la Gran Estratagema, publicado por Ediciones del subsuelo. Esta circunstancia, apoyada por un montón de amigos y de público en general, unida a que el pasado jueves llevé a cabo una sesión de mi taller de literatura comparada sobre La muerte en Venecia, la novela de Thomas Mann, me ha llevado a unas cuantas reflexiones que hoy quiero compartir con vosotros en esta columna de El Odradek de Achtung!
La literatura es un acto de soledad que solo si se tiene una buena dosis de suerte se convierte en un acto de generosidad. Cuando escribimos lo hacemos inmersos en una gruta oscura y maldita, nos enfrentamos a nuestro Polifemo más amargo, que nos devora y que nos desgarra, en una batalla que, a menudo, puede resultar desesperante.
Las fuerzas contrarias que chirrían en la fricción del proceso de creación hacen del escritor una especie de huérfano, que teclea y teclea palabras con la completa ignorancia de si algún día serán leídas por alguien más que sus amigos, sus padres, o el vecino que está ya harto de corregirle los manuscritos. Escribir es un acto oscuro, clandestino.
Nunca he comprendido a quienes prefieren dejar sus trabajos en el fondo de un cajón. Eso es producto de la inseguridad, supongo, porque todo escritor —insisto, todo escritor, creedme— quiere que lo lean. De una u otra forma, pero necesita ser leído para sentirse autor, para poder creer que está haciendo literatura.
La literatura es una actividad bidireccional: del autor a los lectores, pero también de los lectores hacia el autor. Sin ese circuito de ida y vuelta no se puede concebir el acto ni el hecho literario. Un libro necesita lectores para que sea un libro, para que exista. Parece una perogrullada, pero ese mismo libro, en forma de manuscrito y en el fondo de un cajón, no es un libro, es un fracaso. Aunque, claro, la literatura se alimenta de fracasos, es más, se compone de Grandes Fracasos. Tal vez, ser escritor signifique fracasar una y otra vez…
Dejemos concepciones románticas, pero no pasadas de moda, de eso nada, y vayamos a lo de la suerte. Yo la he tenido, bastante, dado que he publicado cinco novelas (en qué condiciones ya es otro asunto) y con mi ensayo se ha obrado algo que puedo calificar de pequeño milagro. Pues bien, este pequeño milagro, que se amplifica desde el instante en que el libro aparece en las librerías, es el que me ha permitido, de nuevo, poner cara, rostros, manos, piel, sonrisas y miradas, a mis lectores.
Cada vez que he publicado un libro he llevado a cabo una presentación, y siempre con bastante éxito, suerte, o llámese como se quiera, llenando el lugar de personas que gustan de mi obra, de mi literatura, que les interesa lo que tengo que decirles: esto significa ser un escritor de éxito. Futuros autores que anheláis la fama, las ventas masivas, las grandes editoriales, no os confundáis, y sé que con el tiempo os daréis cuenta, triunfar es verse rodeado de tus lectores, aunque se tratase de uno solo, cargados del verdadero interés en tu obra.
¿Por qué motivo digo esto? Porque yo también, en algunos momentos, ansiaba ese reconocimiento absurdo, esa fama estúpida, ese falso éxito que nos vende la sociedad del triunfo. No podemos engañarnos, y yo no me quiero engañar y ahora soy capaz de reconocer algunos de mis peores errores. Me miraba en unos espejos que proyectaban una imagen equivocada. Quienes pretenden ser escritores con el mercado a sus pies y sus diagramas de barras para demostrar todo el poderío de sus ventas no son los modelos a los que debemos parecernos.
Durante mucho tiempo traté de ser un escritor con algunas de esas referencias en la cabeza, y no era más que un aborto. Me estaba engañando y forzando a querer ser lo que no debía ser. Incluso me negaba a calificarme como escritor a pesar de tener varias obras publicadas… Pero un día llego la epifanía, el momento de claridad, el instante de lucidez que me recuperó para la literatura.
Yo nunca había abandonado la literatura, pero la odiaba. Aborrecía que me hiciera sufrir tanto, que me machacase y golpeara como si fuera un puching ball, un tentetieso que solo sabe encajar adversidades. Mi amigo el escritor Juan Carlos Arce, con varios consejos deslizados en algunas conversaciones, me hizo sentirme escritor de nuevo. Y desde ese instante amé aquello que antes odiaba porque me frustraba, y fui consciente: de un acto tan oscuro como escribir sale, siempre, la luz de la literatura.
La luz se encuentra en los lectores, en todos esos rostros que, mientras escribes, intuyes detrás de tu hombro y que, cuando presentas la obra, aparecen para colonizar, gozosamente, la isla desierta en la que te parapetas. Al verlos, en ese mismo instante, te sientes escritor. Porque lo has hecho por ellos.
La creación de una obra literaria, y en esto apoyo incondicionalmente la idea de Kafka, se lleva a cabo en la inmensidad de una isla desierta. Cuando uno escribe es un Robinson sin Viernes, un enteco Rocinante sin su Quijote, un soñador siempre de vigilia, incluso un obrero especializado que entra en conflicto con la herramienta del lenguaje. Después, aparece el libro, que es alzar la bandera en el punto más elevado de la isla. Y ellos, en efecto ellos, la ven y acuden.
Un momento de la presentación del ensayo |
Una vez más, con el ensayo, alcé mi bandera en el lugar más elevado de mi páramo de escritor, y los que me quieren, que son muchos, acudieron sin dudarlo. Sin reparar en el Madrid de los atascos y los embotellamientos, en el Madrid de las siete de la tarde de un día laboral, en ese Madrid que te obliga a tomar una línea de metro de 40 estaciones, ese inmenso Madrid de mierda y odio.
También, sin prestar atención a las molestias de tener que dejar a los niños con alguien, ignorando el dolor de un pie roto o sobreponiéndose a la costosa recuperación de una enfermedad, superando la claustrofobia, viajando desde los pueblos del extrarradio o dejando a un lado el agotador cansancio del ocaso de la jornada laboral. Y todo: por verme, por escucharme, y por decirme: ¡Somos tus lectores!
Y así, te encuentras con ellos, con los lectores. Eres afortunado, muchos escritores nunca lo consiguen. Y entonces, te sientes un escritor de verdad.
Escribir es trabajar muy duramente, como ha trabajado toda su vida para crear una obra canónica el protagonista de La muerte en Venecia, el escritor Gustav von Aschenbach. Pero solo con eso no vale, o no basta. Von Aschenbach representa, en cierto modo, al propio autor, a Thomas Mann, cuadriculado y metódico, prisionero de la representación de ser una imagen de sí mismo.
Thomas Mann eligió, en un momento determinado, dejar de ser Mann y convertirse en el personaje Thomas Mann escritor, y desde entonces representó su vida como un actor teatral. Igual le ocurrió a Cela, que se transmutó en un personaje que mostraba al histrión de Cela, y por ese camino deambulan muchos autores de hoy en día, atragantados de ego, azuzados por sus palmeros, siendo los papeles sobreactuados de lo que han elegido representar.
La literatura es un fogonazo pasional que ilumina la gruta oscura en donde germina, estalla, y permite llevar a cabo, el ensalmo de la creación. Muchos pensaran que esto que digo son palabras de otros tiempos, tonterías, y que la literatura es un mecanismo rutinario, producto de la repetición, que cotiza en bolsa, acampa en los escaparates y es voceada por los altavoces de los supermercados.
Pero eso no es literatura. Muchos lo sabemos. Solo cuando Von Aschenbach se enamora perdidamente del niño Tadzio y se entrega a los brazos de su pasión idealizada, solo entonces, se salva y salva su obra. Es capaz, poco antes de morir, de crear unas líneas que pasarán a la posteridad como no lo ha hecho su obra anterior, una obra que incluso aparece en los libros de texto para ser estudiada en las escuelas. Unas líneas que, fruto de ese Dionisio que ha derrotado a Apolo, finalmente, anulan la obra de toda la vida de Aschenbach y, a la par, lo hacen inmortal.
La literatura debe ponernos el mundo del revés, hacernos cruzar los semáforos en rojo, tiene que permitir que nos vistamos con camisas hawaianas y que nos comamos el pollo con las manos. Únicamente, desde el impulso creativo de la libertad se puede configurar una obra coherente que gustará más o menos, pero será un ejercicio de amor a los libros, de respeto a los lectores, de honradez al fin y al cabo.
Aschenbach parece comprenderlo poco antes de morir. Thomas Mann, sin embargo, y resulta chocante, quizás no entendió a su propio personaje que le estaba advirtiendo. Mann nos dejó una obra portentosa y monolítica, pero ¿qué podría habernos legado si se hubiera arrojado en los brazos de su Tadzio personal?
No sé si he dicho lo que pretendía decir al inicio de esta columna o si he balbuceado, simplemente, una serie de ideas inconexas que son fruto de mi impresión tras la presentación del miércoles.
Cuando falta poco para que se inicie el acto algunas personas te preguntan si estás nervioso, y claro, no lo estás. Se sorprenden. ¿Pero cómo podría estarlo? Estoy con mis lectores y voy a hablarles de literatura, que es de lo único que puedo hablarle a alguien en esta vida. Es un regalo, no un motivo de nervios. Es un triunfo, nunca un motivo de amargura ni fracaso.
Que suerte tengo de haber comprendido esto hace ya tiempo, de contar con gente que, habiendo tanto como hay por leer, han preferido leer dos veces, incluso tres, alguna novela mía. Que fortuna, inmensa, de haber contado con amigos como los escritores Juan Carlos Arce o Juan Laborda Barceló —que con su brillantez me arropa durante la presentación—, por tener una editora como la que tengo y por publicar en una editorial que cree en mí.
Que suerte tengo, no ya de ser escritor, sino de sentirme escritor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario