*Esta columna apareció en achtungmag.com:
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He visto Litoral. He visto Incendios. He visto las obras de Wajdi Mouawad. Podría decir que, teatralmente, ya me puedo morir tranquilo. Además, he tenido la fortuna de haber visto Un obús en el corazón, adaptación para la escena de una de sus novelas. Es decir, tres obras del mayor genio de los escenarios del siglo XXI. El pasado 27 de marzo fue el día Mundial del Teatro, por ello quiero traer hoy a este genio de las tablas hasta esta columna de El Odradek.
En efecto: He visto Litoral. He visto Incendios. Y he visto Un obús en el corazón. Son obras del libanés, pero nacionalizado canadiense, Wajdi Mouawad, un prodigio narrativo a la hora de situar un texto en escena. Son estas tres obras a las que me refiero las que me cambiaron por completo como espectador de teatro, provocaron una profunda transformación en mi forma de aproximarme a este género y, desde luego, cumplieron a rajatabla con la máxima aristotélica de la catarsis a la que el espectador debe acceder a través de la tragedia.
Catarsis: porque el teatro del libanés provoca una honda conmoción, una purificación emocional y espiritual, una pasión redentora al más puro estilo clásico, aunque, precisamente, las piezas de Mouawad si de algo se alejan, es de las representaciones de teatro clásico.
Sobre las tablas: el despliegue de originalidad en una concepción moderna, muchas veces rompedora, presenta una puesta en escena en donde conviven varias acciones a la vez, incluso separadas por tiempos distintos, así los personajes pueden aparecer desdoblados, o en distintas etapas de su vida, llevando a cabo un teatro cuántico de diferentes planos y líneas de acción que se suceden solapadas, unas sobre otras.
Esta forma de entender el teatro: como un momento y un movimiento continuo del espacio-tiempo. Es una de las claves definitorias de Mouawad. Por eso, aúna el concepto más clásico de catarsis mediante unas historias que destrozan hondamente la resistencia del espectador, con unos recursos narrativos innovadores: y de ahí brota lo absolutamente genial de sus obras.
Presenciar hoy en día una obra de este autor: vendría a ser lo mismo que, en pleno Siglo de Oro, en algún Corral de Comedias, pudiera verse la última de Lope, Calderón o Tirso. De ahí la inmensa fortuna que he tenido al poder ver Litoral, Incendios y Un obús en el corazón.
Las dos primeras: Litoral e Incendios, forman parte de la tetralogía titulada La sangre de las promesas, que se completa con las obras Bosques y Cielos. Es necesario decir de inmediato que esta tetralogía está publicada al completo por la pequeña editorial ovetense KRK ediciones, en unos libritos preciosos, cuidadísimos y que son una joya para el lector.
Estallido: porque, como ese obús en el corazón que da nombre a una de las tres novelas que el autor tiene en su haber, el teatro que compone remueve las tripas hasta lo insoportable, te aproxima al borde la náusea, te arrebata el llanto y te echa una mano a la garganta. Es cierto, es realmente cierto esto de la catarsis aristotélica. Yo no creía mucho en ello, la verdad, y eso que soy habitual consumidor de teatro, pero nunca había abandonado mi butaca transido, cambiado, alterado, machacado, de la forma en que lo hice tras presenciar cada una de las obras de este genio.
Fortuna: tuve la fortuna de disfrutar del primer trago de Mouawad con la puesta en escena de Litoral, hace ya unos años. Recuerdo el aturdimiento al terminar la obra, producto de un asombro que me había devorado durante una representación agotadora, repleta de estímulos emocionales, aderezada con la puesta en escena más rompedora e innovadora que había visto en toda mi vida.
Después: ya hace menos de esto, he podido saborear Incendios de otra forma. Ya sabía quién era este genio libanes-canadiense, y lo que me iba a ofrecer con tanta generosidad en su obra. Incendios, con la dirección de Mario Gas en el teatro de La Abadía de Madrid y de la mano de Nuria Espert, certificó el inolvidable viaje por el asombro que nos ofrece un autor tocado por la mano de las musas de la misma forma que en su época lo estuvieron los grandes del género.
Aunque alguno se rasgue las vestiduras o no alcance a entender tal afirmación (quizás sea porque no ha visto una obra de Wadji Mouawad) su nombre pude colocarse a continuación de esta lista: Esquilo, Cervantes, Shakespeare, Moliere, Lope de Vega, Calderón, Tirso de Molina, Valle Inclán, Ionesco, Pirandello, Brecht… Tan grande, tal es el calado del autor al que estoy dedicando esta columna.
Aunque no hubiera escrito nada más: simplemente por las dos primeras obras que conforman la tetralogía de La sangre de las promesas, esos Litoral e Incendios, el escritor ya se habría ganado un lugar de honor en el Parnaso teatral, junto a los nombres que he citado antes y sin ningún tipo de recelos o problemas.
Estas dos obras: ofrecen una indagación en los orígenes de la violencia del hombre, en la forma más descarnada de sus comportamientos, pero también una reflexión sobre el amor como motor universal y la presencia permanente de la muerte. Son obras cargadas de tristeza, incómodas, plagadas de monólogos desgarradores, de personajes arrollados por el dolor de los recuerdos, traumatizados por experiencias violentas en permanente búsqueda de sus raíces, es decir, de su identidad. Y todo ello, al final, para concluir, o mostrarnos, la eterna bestialidad del ser humano.
El intenso monólogo: es un puñetazo en la conciencia de cada espectador. Como ya ocurre en Incendios, será un recuerdo de la niñez del propio autor lo que sostenga la angustia del protagonista: en Beirut y con seis años Mouawad presenció cómo las milicias cristianas acribillaban en un atentado un autobús repleto de refugiados palestinos, al comienzo de aquella devastadora guerra civil libanesa que tan presente está en todas sus obras.
Esta escena: la del autobús, narrada de una u otra manera, articula la tesis de Wajdi Mouawad respecto a la brutalidad del hombre y la única forma de redención, que es a través del perdón, pero sin perder de vista los elementos decisivos de su teatro: el recuerdo, la reivindicación de las víctimas y la reparación de los inocentes al traerlos con nosotros, a nuestro lado, sentándolos en la butaca contigua, cuando no sobre las propias rodillas para que los acunemos con infinito cariño al estilo del cuerpo del padre muerto de Litoral o de esa madre que fallece de cáncer en Un obús en el corazón.
La enfermedad, la muerte, el pavor, los miedos, la violencia: todo ello lo representa esa mujer de las extremidades de madera que aterroriza al protagonista de Un obús en el corazón, y que tan sólo podrá superar enfrentándose a ella, es decir, a la realidad, a las cicatrices, al dolor, a la necesidad de tomar conciencia de que, todo ello, es lo que nos hace humanos.
He visto: Litoral: He visto: Incendios. He visto: Un obús en el corazón. Aún no he leído la única novela traducida al español de Wajdi Mouawad, pero espero hacerlo pronto. Si no habéis visto Litoral, Incendios, o Un obús en el corazón, no dejéis de hacerlo en cuanto se os presente la oportunidad. Cambiará vuestra forma de ver algunas cosas y la rotura que os provocará en el interior ya jamás podrá ser reparada, ni siquiera mal remendada.
Y desde entonces: seréis uno más de los que viajan, de quienes viajamos, con el cuerpo hecho jirones y la convicción de que, como asegura en Incendios, la infancia es un cuchillo en la garganta por culpa de Wajdi Mouawad. Y podemos reconocernos como si formáramos parte de una sociedad secreta porque en nuestro interior se acuna ese tremendo costurón, el remendón del teatro del genio libanés incorporado a nosotros y que ya nunca podrá sernos extirpado.
En cierto modo: es un tipo de herida gozosa. Bueno: es realmente el agujero de un obús que nos golpeó, directamente, en el corazón. Y ya no hay quién lo saque de allí. Y tampoco queremos que eso ocurra nunca.
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